El sol sangrando al final de la tarde; dos goles de Mineros clavados como espinas en las piolas: derrota y eliminación de los canarios en la Sudamericana.
El murmullo hostil de la hinchada hacía más triste el crepúsculo de su vida. Costas abandonó el banco de suplentes con su tranco cansino rumbo al vestuario, esquivando los gritos agresivos de la tribuna.
Masticó en soledad su bronca, el vacío era silencioso. El miedo a qué piensan los aficionados es la mayor prisión en la que vive un entrenador.
El tiempo y las circunstancias lo pusieron a prueba en 2013; solo pudo lograr el 48% de los puntos que disputó en el torneo local y ganó apenas un partido en competencia internacional. En fútbol, tanto los elogios como las críticas hay que repartirlas entre todos. Pero todos miraban al DT como culpable.
En su última noche en el vestuario del Monumental la luz le cortaba la cara en dos y desde la zona de las sombras le llegó una angustia extraña. Frente al espejo en sus ojos brilló una lágrima sin abandono; era el adiós.
En el camino de regreso se llevó un equipaje de buenas vivencias: cinco goles de un Clásico y un título de campeón. Quién le quitará ese orgullo a su memoria. También aquel rayo de sol que le iluminó las incomprensiones.
Los campeones tienen miedo a la más espantosa de las soledades: el anonimato. Su imagen se salvará de las garras del olvido. Cuando beba sus nostalgias en algún sordo cafetín de Buenos Aires escuchará hasta el aplauso añejo de los retratos.
La vida de un entrenador no se mide por las veces que respira, si no por los grandes momentos que lo dejaron sin aliento. Costas fue respetuoso hasta el temor, nunca se puso en contra de sus palabras, jamás se traicionó. Se fue como llegó, en puntas de pie, sin hacer ruido, envuelto en un silencio humilde, como el pájaro que te canta sin pedir aplausos.
Escrito por Roberto Bonafont
Fuente: Expreso