Un clásico tiene sabor cuando alguien gana. Es como para destapar una botella de champán y brindar con emoción. Si hay empate, nadie queda contento. Y anoche, Barcelona tuvo tres motivos para la algarabía.
El principal: hace cuatro años no le ganaba a Emelec en su cancha. El segundo y temporal, pero que tiene sabor a esperanza: colocarse al frente de la tabla de posiciones de un campeonato que retoma su pulso. Y el tercero: haber afincado una dirección técnica que, con autoridad y experiencia, ordena al equipo y le da una personalidad en función de la coherencia estratégica y en el camino del triunfo regular.
Pero hay algo que también pesó en la cancha: el “boquilleo” perpetuo de los jugadores amarillos contra sus rivales en todos los espacios y en cada encontrón. Sicológicamente tuvieron a un rival timorato y amenazado, que solo reaccionaba para demandar al árbitro pero no para imponer personalidad y mucho menos coraje, como ordena un clásico. Tan era así que su ofensiva tenía temor de entrar al cuerpo a cuerpo porque ahí se encontraba con jugadores agresivos de boca y cuerpo.
En el clásico 195 que disputaron los equipos del Astillero hubo un ganador contundente: el técnico Gustavo Costas. Supo, desde el arranque, que tenía al frente un equipo “sobrado”, subestimador, carente de humildad y agresividad para romper al medio campo defensivo. Cerró las bandas, eliminó toda filtración por el medio, a pesar del esfuerzo y voluntad que pusieron los “Fernando” (Gaybor y Jiménez). Y cuando marcó el gol Narciso Mina, en el minuto 49, entendió que solo con un cerrojo en el medio sector podía hasta anotar otra conquista.
Marcelo Fleitas subestimó la picardía de sus jugadores y sostuvo un esquema absolutamente obvio para el rival, deficiente para sorprender y opaco para ganar. Tuvo ganas de ganar y no supo colocar las piezas en función de una estrategia coherente. Por eso, cuando se sintió amenazado lo que brilló fue la individualidad y el coraje de quienes quisieron ganar a toda costa. Y ahí precisamente se perdió todo libreto. Por ello, Luciano Figueroa pudo anotar cuando colocó un cabezazo en el minuto 88 y dejó pálidos a los amarillos.
De todos modos, no fue un clásico para recordarlo con mucha atención porque en el primer tiempo, bajo el control barcelonista, no brilló por un juego elegante y dinámico. Los diez primeros minutos fueron de un ritmo intenso, que dio lugar a imaginar que el gol llegaría para cualquiera de los dos bandos.
Y por eso, desde el minuto tres del arranque Mina advirtió lo que haría en el segundo tiempo: esperar en el arco la oportunidad para marcar. Un cabezazo al arranque del encuentro reveló una defensa que lo subestimaba.
De ahí que los comentarios de los periodistas radiales se concentraran, al terminar el primer tiempo, en achacar el mal “comportamiento” futbolístico, particularmente, de Emelec y el manejo del partido por parte de Barcelona, que pronosticaba cómo ingresaría a la segunda etapa: a cerrar el medio campo, marcar un gol y obligar a su contendiente a un despliegue de desesperación y mucha voluntad, nada más.
Incluso, las propias barras se concentraron, en el arranque del segundo tiempo, en mirar el partido antes que aplaudir a su equipo. Sabían que de un momento a otro la anotación estaría en los pies o en la cabeza de un jugador amarillo.
Los emelecistas no se sorprendieron con el gol de Mina. Lo veían llegar. Lo que sí les llamó la atención fue la incapacidad de sus delanteros y mediocampistas para abrir el espacio y la oportunidad necesaria para, por lo menos, empatar el cotejo, antes de los 75 minutos.
Este clásico por lo que sí pasará a la historia es porque rompió el maleficio de que Barcelona no ganaba de visitante a Emelec.
Y para los azules, en cambio, queda para la historia confirmar que con su técnico no es un equipo que piense más allá de lo que se mira desde el césped: la pelota de 300 gramos rueda hasta que alguien la arrebate.
Fuente: www.telegrafo.com.ec